Queridos hermanos/as, estamos caminando
hacia la Pascua de Jesús, camino que lo vamos haciendo oración, escucha de su
Palabra, experiencia de ser perdonados y de compartir con los más pobres. Como
reflexión para esta semana pongo a su
alcance lo escrito por L. Pagola, y espero que sea de ayuda para que amemos más
al Dios de la Vida…
Jesús nunca oculta su cariño hacia tres
hermanos que viven en Betania. Seguramente son los que lo acogen en su casa
siempre que sube a Jerusalén. Un día Jesús recibe un recado: nuestro hermano
Lázaro, “tu amigo”, está enfermo. Al poco tiempo, Jesús se encamina hacia la
pequeña aldea.
Cuando se presenta, Lázaro ha
muerto ya. Al verlo llegar, María, la hermana más joven, se echa a llorar.
Nadie la puede consolar. Al ver llorar a su amiga y también a los judíos que la
acompañan, Jesús no puede contenerse. También él “se echa a llorar” junto a ellos. La gente
comenta: “¡Cómo
lo quería!”.
Jesús no llora solo por la muerte de un
amigo muy querido. Se le rompe el alma al sentir la impotencia de todos ante la
muerte. Todos llevamos en lo más íntimo de nuestro ser un deseo insaciable de
vivir. ¿Por qué hemos de morir? ¿Por qué la vida no es más dichosa, más larga,
más segura, más vida?
El hombre de hoy, como el de todas las
épocas, lleva clavada en su corazón la pregunta más inquietante y más difícil
de responder: ¿Qué va a ser de todos y cada uno de nosotros? Es inútil tratar
de engañarnos. ¿Qué podemos hacer? ¿Rebelarnos? ¿Deprimirnos?
Sin duda, la reacción más generalizada
es olvidarnos y “seguir tirando”. Pero, ¿no está el ser humano llamado a vivir
su vida y a vivirse a sí mismo con lucidez y responsabilidad? ¿Solo a nuestro
final hemos de acercarnos de forma inconsciente e irresponsable, sin tomar
postura alguna?
Ante el misterio último de nuestro
destino no es posible apelar a dogmas científicos ni religiosos. No nos pueden
guiar más allá de esta vida. Más honrada parece la postura del escultor Eduardo
Chillida al que, en cierta ocasión, le escuché decir: “De la muerte, la razón
me dice que es definitiva. De la razón, la razón me dice que es limitada”.
Los cristianos no
sabemos de la otra vida más que los demás. También nosotros nos hemos de
acercar con humildad al hecho oscuro de nuestra muerte. Pero lo hacemos con una
confianza radical en la Bondad del Misterio de Dios que vislumbramos en Jesús.
Ese Jesús al que, sin haberlo visto, amamos y, sin verlo aún, le damos nuestra
confianza.
Esta confianza no puede ser entendida
desde fuera. Sólo puede ser vivida por quien ha respondido, con fe sencilla, a
las palabras de Jesús: “Yo
soy la resurrección y la vida. ¿Crees tú esto?”. Recientemente, Hans Küng, el teólogo
católico más crítico del siglo veinte, cercano ya a su final, ha dicho que para
él morirse es “descansar en el misterio de la misericordia de Dios”.
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